¿Cómo ven los recién nacidos?

Viendo el mundo

Desde que Pepe nació, todos los que lo conocían sentían que los miraba atentamente. Sus ojos parecían encontrarse con los de los visitantes. Parecían concentrarse profunda y deliberadamente en los rostros de quienes lo miraban.

¿Tan buena era la visión de Pepe? ¿qué era exactamente lo que distinguía de su ambiente? La respuesta es bastante, por lo menos en un primer plano. De acuerdo con algunas estimaciones, el alcance de la visión del recién nacido alcanza unos 6 metros, mientras que un adulto con una visión normal es capaz de ver con precisión similar entre 60 y 180 metros (Haigth, 1991).

Estos datos indican que la visión a distancia del infante es de una décima parte a un tercio la del adulto promedio. En realidad, esto no está tan mal: la visión del recién nacido tiene el mismo grado de agudeza a la distancia que la visión no corregida de muchos adultos que utilizan gafas o lentes de contacto. (Si usted usa gafas o lentes de contacto, quíteselos para tener una idea de lo que el bebé ve del mundo; observe también las fotografías de esta página). Además, la visión a distancia de los bebés se vuelve cada vez más precisa. Para los seis meses, la visión de un infante promedio es ya de 20/20; en otras palabras, es idéntica a la de los adultos (Aslin, 1987; Cavallini et al., 2002).



Otras capacidades visuales se desarrollan rápidamente. Por ejemplo, la visión binocular, la capacidad de combinar las imágenes que llegan a cada ojo para detectar la profundidad y el movimiento, se alcanza alrededor de la semana 14 de vida. Antes de esto, los bebés no integran la información que llega a cada ojo.





La percepción de la profundidad es una capacidad particularmente útil, pues ayuda a los bebés a reconocer alturas y a evitar caídas. En un estudio clásico que realizaron los psicólogos del desarrollo Eleanor Gibson y Richard Walk (1960), se colocaba a los infantes sobre una lámina de cristal grueso. Un patrón a cuadros se colocaba justo debajo de la mitad de la lámina de cristal, haciendo parecer que el bebé se encontraba sobre un piso estable. Sin embargo, en la otra mitad del cristal, el patrón a cuadros se ubicaba varios pies por debajo, formando un “abismo visual” aparente. Lo que Gibson y Walk se preguntaban era si los niños estarían dispuestos a gatear a través del abismo al ser llamados por sus madres. Los resultados fueron claros. La mayoría de los niños en el estudio, cuyas edades iban de los 6 a los 14 meses, no podían ser convencidos para cruzar sobre el abismo aparente. Es claro que la habilidad para percibir la profundidad estaba ya desarrollada en la mayoría de ellos a esta edad. Por otro lado, el experimento no señaló cuándo  surge la percepción de profundidad, porque sólo los niños que ya habían aprendido a gatear podían participar en la prueba. Pero otros experimentos, en los que se coloca a infantes de dos y tres meses boca abajo sobre el suelo aparente y sobre el abismo visual, revelaron diferencias en la tasa cardiaca al encontrarse en las dos posiciones (Campos, Langer y Krowitz, 1970).


Pero es importante tener en mente que tales hallazgos no nos permiten saber si los infantes responden a la profundidad en sí misma o simplemente al cambio en los estímulos visuales que ocurren cuando se mueven de una zona que carece de profundidad a una zona profunda.

Los bebés también muestran preferencias visuales claras, preferencias que están presentes desde el nacimiento. Si se les da a elegir, los bebés seguramente preferirán mirar estímulos que incluyan patrones que ver estímulos más simples. Prefieren las líneas curvas sobre las rectas, las figuras tridimensionales sobre las bidimensionales y los rostros humanos sobre los no humanos. Estas capacidades quizá sean un reflejo de la existencia de células en el cerebro altamente especializadas, que reaccionan ante estímulos de un patrón, orientación, forma y dirección de movimiento específicos (Rubenstein, Kalakanis y Langlois, 1999; Csibra et al., 2000; Hubel y Wiesel, 1979, 2004).

Sin embargo, la genética no es la única determinante de las preferencias visuales del infante. A pocas horas de su nacimiento, los bebés ya han aprendido a preferir el rostro de su propia madre a otros rostros. De forma similar, entre los seis y nueve meses de edad, se vuelven más capaces de distinguir entre los rostros humanos, mientras que se vuelven menos capaces de distinguir los rostros de los miembros de otras especies. Estos hallazgos constituyen otra pieza de evidencia clara sobre cómo las experiencias hereditarias y ambientales se entretejen para determinar las capacidades del niño (Hood, Willen y Driver, 1998; Mondloch et al., 1999; Pascalis, de Haan y Nelson, 2002).

Fuente:
Desarrollo en la infancia

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